Escribir un libro sobre la guerra de Cuba no fue tarea fácil, dado el enorme prestigio que rodea a quien comandó la escuadra naval enviada a defender las islas de Cuba y Puerto Rico. Tampoco lo fue separar el dato del relato, a pesar de haberme aproximado a tan espinoso tema condicionado por el relato que en España ha hecho carrera en torno a esta guerra, una conspiración del alto gobierno para entregar las islas. unos barcos de guerra en todo inferiores a los norteamericanos. un almirante que enviaron a una muerte segura. una tremenda escasez de carbón adecuado para los buques y, como no podía faltar, el desembarco de un numeroso ejército enemigo que arrolló las débiles fuerzas españolas que defendían a Cuba. El lector se sorprenderá al comprobar que nada de lo anteriores estrictamente cierto, porque el dato, en el caso de este libro, destruyó la fábula y el relato tejidos en torno a este infortunado conflicto. La verdad de lo que sucedió surge —más allá de las fabulaciones que todo país necesita para reconciliarse consigo mismo— abriendo las puertas de una incontrastable realidad: la ceguera de los hombres de Estado y la supina incompetencia de quienes ostentaron el más alto mando naval y militar, teniendo todo a su alcance, o bien para no haber perdido esta guerra, o bien para haber dejado tan maltrecho al enemigo, como para haberlo forzado a desistir de continuarla. Pesa sobre el honor de España el artificio empleado para capitular en el mismo campo de batalla, tras la insólita fuga y desastre naval que sobrevino. En suma, que, siendo España en el corto plazo militarmente superior en casi todo a los Estados Unidos, no había razón para perder la guerra que en Santiago de Cuba dio al traste con lo que le quedaba de provincias ultramarinas. porque esta guerra pudo ganarse con los mismos barcos, los mismos cañones y los mismos valientes y heroicos marinos y soldados, pero con diferentes políticos y hombres que los mandaran.