Henry Perowne es un hombre feliz. Tiene cuarenta y siete años, es un reconocido neurocirujano y está casado con Rosalind, una abogada que lleva los asuntos legales de un importante periódico. Y ambos disfrutan con su trabajo, se quieren y quieren a sus hijos, un prometedor músico y una joven poeta, y gozan de una confortable vida de placeres tranquilos e íntimas satisfacciones. Es sábado, el comienzo del fin de semana de descanso de Henry. Y es 15 de febrero de 2003, el día de las grandes manifestaciones contra la inminente guerra de Irak. Henry se despierta antes del amanecer, va hacia la ventana de su dormitorio, y en la fría media luz de la mañana que empieza ve un avión en llamas, o eso le parece, que sobrevuela Londres muy bajo, en una trayectoria inesperada. Y en estos tiempos de estrépito y miedo, Henry teme lo peor: un accidente terrible, un ataque terrorista. Más tarde, escuchando la radio y tomando café con su hijo, que vuelve de un concierto y aún no se ha acostado, sabrá que se trata de un aterrizaje forzoso, de un avión de mercancías ruso en dificultades. Y Henry volverá a dormir, y hará el amor con su mujer, y se irá luego a su partida de squash semanal. Pero la visión nocturna no habrá sido sino el presagio de la realidad, de esa realidad azarosa, brutal, ciega, que irrumpirá en la plácida burbuja de su vida tan armoniosa...