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Monstruas y centauras
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Abro una caja y encuentro cientos de cuadernillos violetas. Los ojos se me llenan de alegría. Cojo uno. Toco la cartulina de sus tapas, me detengo en el dibujo del marcador, huelo las hojas, doblo el libro haciéndolo cilindro. Juego con él.
Es un cuadernillo, el número 12, de la nueva colección de cuadernos de Anagrama. Tiene una factura impecable. Lo manipulo sin miedo, como si fuera uno de esos cuadernos de hojas blancas que siempre llevo encima. Es el cuaderno, el ensayo, de Marta Sanz sobre los 'Nuevos lenguajes del feminismo': Monstruas y centauras. Me encanta el título. Sé a qué otro cuaderno remite. Lo meto en mi bolso. Éste es para mí.
Llego a casa con mi tesoro escondido. Enciendo el flexo que tantos años de apuntes y lecturas ha iluminado. Me sirvo un café y pongo a mano el cenicero y el tabaco. Me acomodo. Me conozco y sé que leeré de un tirón. Y así es.
Saco mi cuaderno, lo acaricio de nuevo, lo abro y me detengo en los datos previos al texto. Incluso en los técnicos. Suspiro. Enciendo un cigarro y me sumerjo en la lectura con la avidez de una adicta. Lo soy. Leo lo más rápido que puedo sin pasar por alto ninguna palabra. Mientras leo mi cabeza asiente. Engullo el primer capítulo ('Realidad: 8 de marzo') y mientras imagino a la autora en esa inmensa manifestación recuerdo la mía. Me asaltan los recuerdos a través de asociaciones y parecidos, de miedos y deseos compartidos.
Leo sin parar, sin respirar casi, sonriendo con las ocurrencias siempre inteligentes de la escritora, admirando las citas que intercala, identificándome con sus cuestionamientos: “A veces pienso que no vivo en el mismo país que algunos de mis conciudadanos y conciudadanas…” (pp. 26-27). Leo con la ansiedad de quien busca el visto bueno de una superiora para decirse que no está tan loca.
Entro en el segundo capítulo ('La respiración consciente: inspirar, espirar, dudar'). La inclusión de la duda, del dudar, me parece magistral. Continúo la lectura frenética, inmersa en una burbuja en la que sólo estamos las monstruas y yo. Sé que estamos en el libro y necesito encontrarnos. Leo y leo. Asombrada. Confirmando que Marta Sanz es una de las mentes más brillantes que habitan este país que llamamos nuestro. Leo y nos encuentro.
Paro en seco. Releo la frase y me sale una risa espontánea y cantarina, como cuando era niña. Mi hijo, desde su cuarto, me pregunta qué me pasa. No puedo responderle. Estoy emocionada practicando con el humo de un cigarro. Pero no consigo hacer ni una “o” volandera, así que sonrío, y sigo. Tanta inteligencia condensada, tanta conocimiento expuesto, tanta precisión en el lenguaje me provoca una honda admiración y, también, algo de miedo.
Leo cada vez con más pasión. Cada vez más rápido. Sintiéndome cada vez más reconocida en el texto porque, también yo “… soy de esas feministas que no saben separar el patriarcado del capitalismo”(p. 48). Leo cada vez más fascinada por la manera en que Marta Sanz intercala comentarios sobre obras literarias, canciones, películas, cada vez más embriagada por la forma en que se cuestiona: “Al fin y al cabo, soy una mujer que debe hacerse la crítica continuamente porque ha sido educada con los esquemas patriarcales de su padre, de su madre, de su abuela, de su abuelo, de su colegio, de su universidad, etc., etc.” (p. 52). Leo cada vez más enganchada (ya me ha hecho efecto la droga de sus palabras) a los argumentos, a los desarrollos, a los ejemplos, la forma en que la autora desmonta estructuras y se desmonta ella, a la razón con la que nos advierte que “No debemos ser razonables, pero sí racionales” (p. 99).
Llego, al fin, al tercer capítulo, el último ('Representación: más cara, carne, escrutinio, lectura'). Pequeñito pero matón, pienso al leer el título. Paro un segundo (otro cigarro, sí: un día de éstos tendré que dejar este vicio y quedarme solo con la lectura, que, se supone, hace menos daño). Me pregunto qué sensación tengo hasta ahora y descubro, con cierto enfado, que pese a las sonrisas y los asentimientos un poso de tristeza, de amargura, me está ganando terreno.
Entonces engullo el tercer capítulo, impecable, y la sonrisa me vuelve, y mi cabeza asiente sin cesar como el bracito de los gatos chinos. El “Amén” que cierra el capítulo, y el libro, me llena de nuevo de esperanza. Una esperanza que no tiene nada de pueril, ni de religiosa. Una esperanza de conocimiento y asunción de la necesidad de la vindicación. Hoy, y aquí, también. Una esperanza que requiere seguir en la lucha porque, como escribe Marta Sanz al final de este magistral ensayo “… acaso podamos resignificar desde nuestra inteligencia artística y literaria. Sin prohibir nada, sin parar, en acción, con la lengua fuera, la ansiedad y la esperanza, pensándolo y reinventándolo casi todo. Que Diosa nos asista. Vale y amén” (p. 132)
De aquí, de todo lo escrito en relación a mi experiencia de lectura de las Monstruas y centauras, surge mi adicción a las obras de Marta Sanz. Una adicción ya antigua, porque Marta Sanz es escritora, una extraordinaria escritora, y como tal maneja las palabras, las oraciones, los conceptos, con una precisión (y una pasión) que sólo quienes conocen en profundidad nuestra lengua y son conscientes del valor de la escritura pueden practicar, ya sea para ocultar, disfrazar, engañar, ya para desvelar, desnudar, mostrar, como hace esta escritora.
Por eso, por el uso exacto, sincero, racional y creativo que hace Marta Sanz de la palabra, de las palabras, soy adicta a sus textos. Por eso, y porque leerla es, siempre, leer mucho más, adentrarse en otras obras, repasar artículos, analizar películas, recordar vidas y pensar.